PRESENTACION

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS JÓVENES
DE LA DIÓCESIS DE ROMA

Vosotros sois la sal de la tierra. […] Vosotros  sois la luz del mundo (Mt 5, 13-14).

Estas palabras de Jesús resuenan en nuestro corazón, […] nos interpelan profundamente; nos piden que nos unamos con nuestra vida a Aquel que es la verdadera luz del mundo y la sal que da sabor inalterable a la tierra: Jesucristo, el Verbo que se hizo carne y vino a habitar en medio de nosotros.

Amadísimos jóvenes, os agradezco este encuentro que habéis organizado y durante el cual habéis querido preguntaros juntos: «¿Qué quiere decir ser luz del mundo y sal de la tierra?». Algunos amigos vuestros ya os han ayudado a encontrar una respuesta. Acogiendo libremente la llamada de Dios, unos viven el noviazgo y otros el matrimonio. Algunos están recorriendo el camino del sacerdocio y otros el de la vida religiosa o misionera.

Les agradezco sus testimonios, que os estimulan a todos vosotros a preguntaros con sinceridad, tal como han hecho ellos: «Señor, ¿qué quieres que haga? ¿Qué deseas que haga para vivir con plenitud mi bautismo y ser sal de la tierra y luz del mundo?

[…] Tanto a ellos como a vosotros, Dios quiere revelar su designio de amor, para realizar el proyecto de vida que ha establecido desde la eternidad para cada uno.

[…] Doy las gracias a los muchachos y muchachas que me han manifestado su deseo de acoger la llamada del Señor, pero que, al mismo tiempo, han reconocido que no siempre es fácil responderle con un «sí» abierto y generoso.

Amadísimos amigos, comprendo vuestras dificultades. Ciertamente, las múltiples propuestas que llegan de numerosas partes a vuestra conciencia no os ayudan a descubrir con facilidad el prodigioso designio de vida que tiene a Cristo como centro unificador y propulsor. ¿No es verdad que algunos de vuestros coetáneos viven como por momentos, eligiendo cada vez lo que puede parecer más cómodo?

Escuchadme. Si no dedicáis tiempo a la oración y no contáis con la ayuda de un director espiritual, la confusión del mundo puede llegar incluso a ahogar la voz de Dios. Como algunos han observado oportunamente, al tratar de satisfacer las propias necesidades inmediatas se pierde la capacidad de amar en nombre de Cristo y no se puede dar la vida por los demás, como él nos enseñó. ¿Qué hacer entonces?

Me habéis formulado la siguiente pregunta: «¿Qué debemos hacer para ser sal de la tierra y luz del mundo?».

Para responder, debemos recordar ante todo que Dios creó al hombre a su imagen, destinándolo a esa primera y fundamental vocación que es la comunión con él. En esto consiste la más alta dignidad del ser humano. Como recuerda el concilio Vaticano II, «el hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador”.

¡Sí, queridos amigos, hemos sido creados por Dios y para Dios, y el deseo de él está inscrito en nuestro corazón! Dado que «la gloria de Dios es el hombre que vive», como dijo san Ireneo de Lyon, Dios no deja de atraer a sí al hombre, para que encuentre en él la verdad, la belleza y la felicidad que busca sin descanso. Esta atracción que Dios ejerce sobre nosotros se llama «vocación».

Precisamente porque hemos sido creados a imagen de Dios, hemos recibido de él también el gran don que es la libertad. Pero si no se ejercita bien, la libertad nos puede conducir lejos de Dios. Nos puede hacer perder la dignidad de la que él nos ha revestido. Cuando no está plasmada por el Evangelio, la libertad puede transformarse en esclavitud: la esclavitud del pecado y de la muerte eterna.

Queridos jóvenes, queridos muchachos y muchachas, nuestros progenitores, alejándose de la voluntad divina, cayeron en el pecado, es decir, en el mal uso de la libertad. Sin embargo, el Padre celestial no nos abandonó; envió a su Hijo Jesús para curar la libertad herida y restaurar de un modo aún más hermoso la imagen que se había desfigurado. […]

Quisiera decir además a todos y a cada uno: leed el Evangelio, personal y comunitariamente, meditadlo y vividlo. El Evangelio es la palabra viva y operante de Jesús, que nos da a conocer el amor infinito de Dios por cada uno de nosotros y por la humanidad entera. El Maestro divino os llama a cada uno de vosotros a trabajar en su campo; os llama a ser sus discípulos, dispuestos a comunicar también a otros amigos vuestros lo que él os ha comunicado.

Si hacéis esto, sabréis responder a la pregunta: «Señor, ¿qué quieres que haga?». En efecto, la verdadera respuesta se halla en el Evangelio, que esta tarde os entrego idealmente. Es el mandato misionero de Jesús: «sois la sal de la tierra. […] Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13-14). Os lo entrego por manos de María, modelo luminoso de fidelidad a la vocación que le confió el Señor.

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