DESARROLLO

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS JÓVENES REUNIDOS EN BUENOS AIRES
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 1987

II “Levántate y anda” (Mt 4, 16)

[…] ¡América Latina: sé tu misma! […] En estas palabras, he querido expresar también por qué es América Latina el “continente de la esperanza”: por la fidelidad a Cristo, que este continente expresa en la gran mayoría de sus habitantes, por su fidelidad a la única esperanza, que es la cruz de Cristo. […] Una esperanza que es única y universal. Dios Padre, en efecto, quiso que en Cristo “habitase toda la plenitud. Y quiso también, por medio de Él, reconciliar consigo todas las cosas, tanto las de la tierra como las del cielo, pacificándolas por la sangre de su cruz” (Col 1, 19-20) […]

Hoy preside este encuentro la gran cruz que encabezó todas las ceremonias del Año Santo de la Redención, y que el Domingo de Resurrección entregué a un grupo de jóvenes, diciéndoles: “Queridísimos jóvenes, al final del Año Santo os confío el signo mismo de este Año Jubilar. ¡La cruz de Cristo! Llevada por el mundo como señal del amor de nuestro Señor Jesucristo a la humanidad, y anunciad a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado está la salvación y la redención”. Al dirigirme ahora a vosotros, jóvenes latinoamericanos, quiero recordaros que sois –a la sombra de la cruz de Cristo– protagonistas de una doble esperanza: por vuestra juventud, esperanza de la Iglesia; y por ser de Latinoamérica, continente de la esperanza. Y todo ello os confiere una particular responsabilidad, ante la Iglesia y ante toda la humanidad. ¡Espero mucho de vosotros!

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Espero, sobre todo, que renovéis vuestra fidelidad a Jesucristo y a su cruz redentora. Pensad, en primer lugar, que ese mismo sacrificio redentor de Cristo se actualiza sacramentalmente en cada Misa que se celebra, quizás muy cerca de vuestros lugares de estudio y de trabajo. No es Jesús, por tanto, Alguien que ha dejado de actuar en nuestra historia. ¡No! ¡Él vive! Y continúa buscándonos a cada uno para que nos unamos a El cada día en la Eucaristía, también, si es posible, acercándonos –con el alma en gracia, limpia de todo pecado mortal– a la comunión.

Pensad también en aquellas serias palabras que el Señor dirigió a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 9, 23). Quiero haceros notar que esa cruz de cada día es especialmente vuestra lucha cotidiana por ser buenos cristianos, que os hace colaboradores en la obra de la redención de Cristo; de esta manera, contribuís a llevar a cabo la reconciliación de todos los hombres y de toda la creación con Dios. Es un hermoso programa de vida, pero que exige generosidad. Considerad entonces cómo ha de ser vuestra vida; porque si Cristo nos ha redimido muriendo en un madero, no sería coherente que vosotros le respondierais con una vida mediocre. Se requiere esfuerzo, sacrificio, tenacidad; sentir el cansancio de esa cruz que pesa sobre nuestras espaldas diariamente.

Pensad que esa donación de sí mismo exige la abnegación, la negación de nosotros mismos y la afirmación del designio salvador del Padre. Exige gastar la vida, hasta perderla si es preciso, por Cristo. Son éstos, en efecto, los términos en que Cristo se dirige a cada uno de nosotros: “Quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda la vida por mí, ése la salvará” (Lc 9, 24). Quien se dedica sólo a sus propios gustos o ambiciones, por muy nobles que a primera vista pudieran parecer, estaría queriendo salvar su vida y. por tanto, alejándose de Cristo. Habéis de actuar entonces como Jesús en la cruz, con ese amor supremo del que da “la vida por los amigos” (Jn 15, 13). ¡Agrandad vuestro corazón! Sentid las necesidades de todos los hombres, especialmente de los más indigentes; tened ante vuestros ojos todas las formas de miseria –material y espiritual– que padecen vuestros países y la humanidad entera; y dedicaos luego a buscar y poner por obra soluciones reales, solidarias, radicales, a todos esos males. Pero buscad, sobre todo, servir a los hombres como Dios quiere que sean servidos, sin buscar en ello sólo la recompensa o dejados llevar por intereses egoístas.

Os pido, pues, en nombre del Señor, que renovéis hoy esa fidelidad a Cristo que hace de vuestra tierra el “continente de la esperanza”. He querido señalaros los ejes de ese compromiso con Cristo: la Eucaristía, el sacrificio en vuestra conducta cotidiana, la abnegación de la propia persona.

Os acompañe María, Esperanza nuestra, la Virgen de Guadalupe, Patrona de América Latina.

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